martes, 19 de mayo de 2015

Esperando el final

para José Antonio Garmón Fidalgo

Desde la ventana del hotel, en medio del tránsito, el ruido y el bullicio se elevan con la niebla entre tus dedos. Al frente, bajo las columnas grises de un cine con tres sesiones, la puerta no para de girar. En la avenida, de grandes aceras y dos carriles repletos en cada sentido, todavía hay carteles del seis de diciembre; rogando sí, pidiendo no, recomendando la abstención. «Un voto vale más que mil gritos», ninguno se escucharía desde arriba.

El sol martillea contra la cara del empleado en la taquilla. A su derecha, un hombre y una mujer con edad de jubilarse, aparecen juntos sin rozarse. Él entorna los ojos tras las gafas, acentuando sus arrugas para ver el cartel de la película. En su brazo descansa un paquete de libros sujetos por una cuerda. Ella le vigila con un tocado negro cubriendo la peluca de platino rizado. El movimiento seco de su mano provoca que la alianza brille intermitente. Cuando él asiente con la cabeza, ella le entrega unas monedas, cierra el bolso de piel de cocodrilo, pronuncia algo incomprensible y se marcha. Al poco se detiene en el escaparate de una tienda, se retuerce con indecisión y entra. El señor se gira, dejando la calderilla sobre la repisa de madera de la garita, y recibe una cartilla azul con la que se dirige hacia la puerta.

Durante un rato fue accediendo la audiencia y después el astro rey ha decaído, como era de esperar. La señora ha regresado con unas bolsas y se ha sentado en un banco, al cobijo de la sombra. Ya ha mirado su reloj de oro varias veces, controlando la salida que no llega. Se levanta y se dirige con aspavientos hacia dentro, parece exhalar gritos inaudibles, pero finalmente desiste y se va. El viento surge desde la izquierda, arrastrando los papeles de la calle. Una pareja joven se ha acercado de la mano, abrigada con gorros de lana polícroma y gabardinas de pana chocolate. Señalan el rótulo y sonríen. Tras arrimarse a la ventanilla, el taquillero les entrega dos billetes rojos. A su lado, la señora, que ha vuelto acompañada por un guardia, la toma con el encargado del despacho. Los gestos van siendo cada vez menos violentos. Los jóvenes han comprado unas palomitas y ahora se dan un beso de película en la boca. El agente se vuelve y les indica que circulen con la porra. Mientras la señora, sin despedirse, se aleja apresuradamente por la esquina de la derecha, el policía camina con calma en sentido contrario. La pareja entra jovialmente por la puerta giratoria.

Unos niños atraviesan corriendo la calzada a la luz de las farolas. Se acerca la última sesión y siguen sin salir los que han entrado. Los niños acampan tras el banco y esperan la oportunidad para internarse. Ni rastro del señor, ni de la joven pareja. La niña de pelo corto y rubio ha logrado que un chico mayor les consiga tres pases verdes sin picar. Tras discutir un rato con el revisor, el niño de coleta morena vuelve rascándose el brazo. El otro niño saluda hacia dentro poniendo cara angelical. El acomodador se asoma con la boca abierta y les apunta con la linterna. Las risas se apoderan de sus rostros y acceden saltando y gesticulando aparatosamente.

No puedes dormir mientras el humo se escapa entre tus dedos. Abajo la puerta no para de girar. Desearías descender para probar que todo es incierto. En el inmenso cartel de «La invasión de los ultracuerpos», Brooke Adams te señala con su índice. Nadie escucha los gritos desde arriba.





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