En la primavera de 1999, aún hoy me cuesta
creerlo, me concedieron el premio literario de mi instituto, el entonces I.B.
Calderón de la Barca, por un relato titulado «Sobre las nubes» que hoy
presento convenientemente pulido y abrillantado. El premio consistía en un vale
para descontar en una de aquellas vetustas librerías, con aroma a madera y
papel, que amorticé con el descubrimiento de los libros «Todos los nombres» de
José Saramago, «La sombra de la guerra» de Juan Benet y una antología poética
de Günter Grass. Finalmente, en una sorprendente
casualidad, colaboré en la consecución por parte de mi hermano
mayor, que se había ofrecido para acompañarme ese día, de una edición
profusamente ilustrada con gráficos y esquemas de las naves de la saga original
de «La Guerra de las Galaxias»...
Sobre las nubes
El día es perfecto, hay
viento suficiente y en la dirección adecuada, se eleva, desciende, pero no cae,
se diría que se va a mantener siempre ahí, sobre las nubes.
La vista es magnífica, ya
casi no recordaba cómo se ve el atardecer desde aquí arriba. Fue una suerte que
la casa de mis padres estuviera en la parte más alta del pueblo. Desde este
monte, desde “el Castillo", se ve todo el valle, que adquiere un color especial,
entre el rosa de las nubes y el violáceo de las malvas que se crían junto a los
maizales y los campos de trigo, y los montes del oeste se ven negros, en
oposición con el sol que se despide detrás de ellos. Hacia el este, en primer
término, sobresale la torre de la iglesia y algo más abajo, justo antes del
río, están las escuelas, donde aprendimos a leer y escribir.
Mi hermano nació cuatro
años antes y, como siempre, le seguí en
su viaje. Cuando era pequeño, solíamos bajar corriendo la pronunciada cuesta
desde nuestra casa, con los brazos abiertos, simulando ser pájaros. Mientras
iba detrás de él, podía sentir su estela, podía vivir sus sueños. Nunca fuimos
grandes atletas, pero se nos daba bien estudiar, habíamos heredado la tenacidad
de nuestra madre y la paciencia de nuestro padre.
Se interesaba en
particular por el vuelo de algunas aves, y observaba su forma de planear,
impulsadas por las corrientes y las columnas de aire caliente. Le maravillaba
que pudieran mantenerse tanto tiempo en el aire y, sobre todo, dominar su vuelo
hasta el punto de dejarse caer en picado para cazar.
Le gustaba subir y
contemplar el paisaje desde aquí. Yo, como siempre, le seguía, pero mis piernas
eran más pequeñas, así que él llegaba mucho antes. Al tomar la cumbre le
miraba, pero no me veía. Permanecía inmóvil, con la mirada fija en el
horizonte, como si su espíritu estuviera fuera de su cuerpo, sobrevolando algún
paraje lejano. Sus ojos brillaban grises como el reflejo de un dibujo hecho a
lápiz.
Así pasábamos tardes
enteras, yo jugaba hasta el momento en que fijaba sus ojos en mí y me decía que
nos íbamos a casa. A pesar de que se lo pedía, jamás bajamos corriendo, con los
brazos abiertos, como tanto me gustaba. A la vuelta iba más despacio, como si
se dejara algo en la cima. Daba vueltas a su alrededor, le contaba mis cosas, y
él me miraba sonriendo y asentía con la cabeza. Entonces me sentía el niño más
feliz del mundo, pero ahora sospecho que ni siquiera oía lo que le decía.
Recuerdo un día en el que
subimos con un artilugio que habíamos fabricado entre los dos, bueno, más bien
él sólo, pero me ilusionaba como si lo hubiera fabricado yo. La cometa era
bastante rudimentaria, pero lo suficientemente ligera, estaba hecha de juncos
secos y de una tela blanca, preciosa, que nuestra madre guardaba como un tesoro.
Aún resuena en mis oídos la bronca que nos echó, aunque después se riera de la
travesura a nuestras espaldas. Fue bastante fácil hacerla volar ya que aquí hay
una pequeña planicie, así que pude correr y lanzarla hacia delante mientras mi
hermano tensaba el hilo, que también habíamos sustraído de nuestro hogar. El
día era perfecto, había viento suficiente y en la dirección adecuada, se
elevaba, descendía, pero no caía, se diría que se iba a mantener siempre ahí,
sobre las nubes.
A mí me pareció un
experimento único, jamás habíamos visto un globo aerostático, ni un automóvil,
tampoco una bombilla, ni tan siquiera una bicicleta. Era el avance más grande
de la humanidad, después del fuego y de la rueda.
Pero pudimos ver avances
mayores, marchamos del pueblo a la ciudad, donde ingresamos en una de las más
modernas escuelas taller. Allí se estudiaba la física de Newton y el
funcionamiento de las nuevas máquinas, como el motor de explosión, que más
tarde nos sería de mucha utilidad. En aquella época el interés de mi hermano
por volar, que había conseguido transmitirme a lo largo de los años, se
convirtió en obsesión.
Después de asociarnos en
varias empresas mercantiles, y de trabajar duro durante años, reunimos
suficiente dinero para nuestro proyecto, construir una máquina voladora más
pesada que el aire, y con suficiente potencia y maniobrabilidad para realizar
viajes en ella. La potencia la conseguimos, con un motor muy ligero, que
desarrollamos nosotros mismos y, después de desechar las teorías de numerosos
precursores, inventamos nuevos principios como el alerón, que da estabilidad,
el elevador, que permite ascender y descender a nuestro antojo, y el timón
vertical, que sirve para poder virar y volar en círculo, nuestro principal
reto. Tras ensayar el aparato en el túnel de viento que previamente habíamos
construido, nos aventuramos a probarlo en el emplazamiento que consideramos más
idóneo, pues se necesitaba una gran llanura para poder despegar y
posteriormente aterrizar.
Aquella mañana, nos
dirigimos al lugar escogido y lo preparamos todo. Mi hermano clavó sus ojos
grises en mí y me dijo que había que decidir quién lo probaba primero. Le dije
que debía ser él, al fin y al cabo, aquél era su sueño y yo no se lo iba a
robar, pero sacó una moneda de plata del bolsillo, dijo «cruz», y la tiró al
aire. Aquello sucedió a una velocidad menor a la del resto de mi vida, pude
verla dar vueltas y vueltas, y el reflejo del sol en el metal me dio en la cara
una y otra vez, hasta que finalmente cayó... «Cara», me había tocado a mí.
La experiencia de volar
por primera vez fue inolvidable, se me hizo un vacío en el estómago. Aquello
era distinto a planear o a ir en globo, era de verdad, y por eso todavía me
dedico a ello. El día era perfecto, había viento suficiente y en la dirección
adecuada, me elevaba, descendía, pero no caía, se diría que me iba a mantener
siempre ahí, sobre las nubes.
Mi hermano fue después,
voló más lejos, más alto, volvió a hacerlo numerosas veces durante años y
promocionó el avión por todo el mundo, pero sé que para él aquello no era
suficiente.
Hace un mes que murió,
puede que al fin pueda volar con alas de ángel. Por si acaso, después de un
funeral multitudinario, recogí su cuerpo, lo llevé a incinerar y aquí estoy, en
este monte, con una urna vacía en las manos.
El día es perfecto, hay
viento suficiente y en la dirección adecuada, se eleva, desciende, pero no cae,
se diría que se va a mantener siempre ahí, sobre las nubes.