En el verano de 2004 tuve un encuentro en
la terraza de una cafetería de Gijón con un amigo del instituto que había
estudiado filología y al cual había confiado con anterioridad una buena parte
de los versos, en esencia dedicados a mi amada Edurne, escritos hasta ese
momento. Aquello comenzó con la entrega, por su parte, de un documento
manuscrito que inflamó mis ojos con una crítica coherente con la naturaleza
sibarita del lector, y que ahora se me antoja insuficiente teniendo en cuenta
la indudable calidad de los libros que habrían quedado aparcados en su
escritorio para atender mi ingrato requerimiento. Después de leer la carta,
quería mandar todo aquel invento directo al emisario del Piles pero, sin
embargo, él seguía ahí sentado, delante de mí, y con un amable gesto me confesó
que, aunque ratificaba cada una de las ideas de las que había dejado
constancia, se arrepentía de haberse precipitado al darles forma. A
continuación tuvimos una conversación que recorrió pausadamente los senderos de
la literatura y, animadamente, derivó hacia el celuloide a través del relato de
la Ilíada, que recientemente se había trasladado al cine con exagerado
protagonismo para el «rostro impenetrable» de Brad Pitt. Al terminar
el verano mi camarada se iría a Skövde (Suecia), para abrirse un camino
profesional, así que nos despedimos conscientes de que probablemente no
volveríamos a vernos en mucho tiempo.
Durante el curso siguiente, un importante
político reacuñaría involuntariamente, para desgracia de la asturianía, la
expresión «leyenda urbana» para aquellos jóvenes vecinos, muchos de
ellos con carrera universitaria, que tenían que abandonar la región para buscar
un futuro. Ya en el año 2011, en plena crisis económica, el recientemente
difunto periodista Faustino Fernández Álvarez, escribiría un descollante
artículo de opinión sobre el carácter atemporal de este retorcido fenómeno
colectivo, al que pertenecemos muchos, como mi colega Miguel Carrera Garrido,
al que aún continúo esperando en aquella terraza de mi memoria.
Leyendas urbanas
Porque nací con una amenaza bajo el brazo,
las estrellas no brillaban más, ni había
reyes
(me haré republicano, qué más da),
decidí mudarme de alma y ser un mal poeta
(qué poco me gusta esa palabra).
De alguna manera había que alimentar la
confianza
y después de la mudanza me atiborré de
versos
y de estrofas,
y me dijo un amigo que ése no era el
camino,
que todo era más simple,
que los ritmos y la rima no servían.
Le amenacé con perder toda esperanza
y se marchó a Suecia dejándome una nota:
Hay que ser sensible
e
inventar cosas nuevas.
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