viernes, 21 de noviembre de 2014

Sobre las nubes.

En la primavera de 1999, aún hoy me cuesta creerlo, me concedieron el premio literario de mi instituto, el entonces I.B. Calderón de la Barca, por un relato titulado «Sobre las nubes» que hoy presento convenientemente pulido y abrillantado. El premio consistía en un vale para descontar en una de aquellas vetustas librerías, con aroma a madera y papel, que amorticé con el descubrimiento de los libros «Todos los nombres» de José Saramago, «La sombra de la guerra» de Juan Benet y una antología poética de Günter Grass. Finalmente, en una sorprendente casualidad, colaboré en la consecución por parte de mi hermano mayor, que se había ofrecido para acompañarme ese día, de una edición profusamente ilustrada con gráficos y esquemas de las naves de la saga original de «La Guerra de las Galaxias»...




Sobre las nubes


El día es perfecto, hay viento suficiente y en la dirección adecuada, se eleva, desciende, pero no cae, se diría que se va a mantener siempre ahí, sobre las nubes.
La vista es magnífica, ya casi no recordaba cómo se ve el atardecer desde aquí arriba. Fue una suerte que la casa de mis padres estuviera en la parte más alta del pueblo. Desde este monte, desde “el Castillo", se ve todo el valle, que adquiere un color especial, entre el rosa de las nubes y el violáceo de las malvas que se crían junto a los maizales y los campos de trigo, y los montes del oeste se ven negros, en oposición con el sol que se despide detrás de ellos. Hacia el este, en primer término, sobresale la torre de la iglesia y algo más abajo, justo antes del río, están las escuelas, donde aprendimos a leer y escribir.
Mi hermano nació cuatro años antes  y, como siempre, le seguí en su viaje. Cuando era pequeño, solíamos bajar corriendo la pronunciada cuesta desde nuestra casa, con los brazos abiertos, simulando ser pájaros. Mientras iba detrás de él, podía sentir su estela, podía vivir sus sueños. Nunca fuimos grandes atletas, pero se nos daba bien estudiar, habíamos heredado la tenacidad de nuestra madre y la paciencia de nuestro padre.
Se interesaba en particular por el vuelo de algunas aves, y observaba su forma de planear, impulsadas por las corrientes y las columnas de aire caliente. Le maravillaba que pudieran mantenerse tanto tiempo en el aire y, sobre todo, dominar su vuelo hasta el punto de dejarse caer en picado para cazar.
Le gustaba subir y contemplar el paisaje desde aquí. Yo, como siempre, le seguía, pero mis piernas eran más pequeñas, así que él llegaba mucho antes. Al tomar la cumbre le miraba, pero no me veía. Permanecía inmóvil, con la mirada fija en el horizonte, como si su espíritu estuviera fuera de su cuerpo, sobrevolando algún paraje lejano. Sus ojos brillaban grises como el reflejo de un dibujo hecho a lápiz.
Así pasábamos tardes enteras, yo jugaba hasta el momento en que fijaba sus ojos en mí y me decía que nos íbamos a casa. A pesar de que se lo pedía, jamás bajamos corriendo, con los brazos abiertos, como tanto me gustaba. A la vuelta iba más despacio, como si se dejara algo en la cima. Daba vueltas a su alrededor, le contaba mis cosas, y él me miraba sonriendo y asentía con la cabeza. Entonces me sentía el niño más feliz del mundo, pero ahora sospecho que ni siquiera oía lo que le decía.
Recuerdo un día en el que subimos con un artilugio que habíamos fabricado entre los dos, bueno, más bien él sólo, pero me ilusionaba como si lo hubiera fabricado yo. La cometa era bastante rudimentaria, pero lo suficientemente ligera, estaba hecha de juncos secos y de una tela blanca, preciosa, que nuestra madre guardaba como un tesoro. Aún resuena en mis oídos la bronca que nos echó, aunque después se riera de la travesura a nuestras espaldas. Fue bastante fácil hacerla volar ya que aquí hay una pequeña planicie, así que pude correr y lanzarla hacia delante mientras mi hermano tensaba el hilo, que también habíamos sustraído de nuestro hogar. El día era perfecto, había viento suficiente y en la dirección adecuada, se elevaba, descendía, pero no caía, se diría que se iba a mantener siempre ahí, sobre las nubes.
A mí me pareció un experimento único, jamás habíamos visto un globo aerostático, ni un automóvil, tampoco una bombilla, ni tan siquiera una bicicleta. Era el avance más grande de la humanidad, después del fuego y de la rueda.
Pero pudimos ver avances mayores, marchamos del pueblo a la ciudad, donde ingresamos en una de las más modernas escuelas taller. Allí se estudiaba la física de Newton y el funcionamiento de las nuevas máquinas, como el motor de explosión, que más tarde nos sería de mucha utilidad. En aquella época el interés de mi hermano por volar, que había conseguido transmitirme a lo largo de los años, se convirtió en obsesión.
Después de asociarnos en varias empresas mercantiles, y de trabajar duro durante años, reunimos suficiente dinero para nuestro proyecto, construir una máquina voladora más pesada que el aire, y con suficiente potencia y maniobrabilidad para realizar viajes en ella. La potencia la conseguimos, con un motor muy ligero, que desarrollamos nosotros mismos y, después de desechar las teorías de numerosos precursores, inventamos nuevos principios como el alerón, que da estabilidad, el elevador, que permite ascender y descender a nuestro antojo, y el timón vertical, que sirve para poder virar y volar en círculo, nuestro principal reto. Tras ensayar el aparato en el túnel de viento que previamente habíamos construido, nos aventuramos a probarlo en el emplazamiento que consideramos más idóneo, pues se necesitaba una gran llanura para poder despegar y posteriormente aterrizar.
Aquella mañana, nos dirigimos al lugar escogido y lo preparamos todo. Mi hermano clavó sus ojos grises en mí y me dijo que había que decidir quién lo probaba primero. Le dije que debía ser él, al fin y al cabo, aquél era su sueño y yo no se lo iba a robar, pero sacó una moneda de plata del bolsillo, dijo «cruz», y la tiró al aire. Aquello sucedió a una velocidad menor a la del resto de mi vida, pude verla dar vueltas y vueltas, y el reflejo del sol en el metal me dio en la cara una y otra vez, hasta que finalmente cayó... «Cara», me había tocado a mí.
La experiencia de volar por primera vez fue inolvidable, se me hizo un vacío en el estómago. Aquello era distinto a planear o a ir en globo, era de verdad, y por eso todavía me dedico a ello. El día era perfecto, había viento suficiente y en la dirección adecuada, me elevaba, descendía, pero no caía, se diría que me iba a mantener siempre ahí, sobre las nubes.
Mi hermano fue después, voló más lejos, más alto, volvió a hacerlo numerosas veces durante años y promocionó el avión por todo el mundo, pero sé que para él aquello no era suficiente.
Hace un mes que murió, puede que al fin pueda volar con alas de ángel. Por si acaso, después de un funeral multitudinario, recogí su cuerpo, lo llevé a incinerar y aquí estoy, en este monte, con una urna vacía en las manos.
El día es perfecto, hay viento suficiente y en la dirección adecuada, se eleva, desciende, pero no cae, se diría que se va a mantener siempre ahí, sobre las nubes.


5 comentarios:

  1. ¡Hola papá! Mamá me ha leído el cuento de las nubes y me ha gustado mucho. Nos encanta tu blog y estaremos impacientes por ver nuevas entradas. Te queremos muchísimo.
    Oye papá, ¿volamos una cometa?

    ResponderEliminar
  2. Gracias por tus escritos, son una delicia.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Muchas gracias tía, por todo. Os quiero mucho.

      Tú si que eres una artista:
      http://cuentosyrelatosdemarian.blogspot.com.es/

      Eliminar
  3. Estoy abrumado con tu relato, estoy mareado y sobre todo despeinado por ese aire del castillo, realmente································ GRACIAS SOBRI

    TU tio Antonio, un beso para todos.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Tu llamada ha sido un momentazo. Muchas gracias por la arenga.

      Muchos besos y abrazos (aunque pinches).

      Eliminar